viernes, 11 de enero de 2008

CUENTO

EXILIADO EN TIERRA
Enmanuel Pichón Mora
«Que es mi barco mi tesoro,
que es mi Dios la libertad,
mi ley la fuerza y el viento,
mi única patria la mar
José de Espronceda


En esta costa árida y desolada soy, por virtud del amor y la desventura, un exiliado. En las mañanas me aborda la nostalgia cuando, al ver el blanco de las pequeñas velas de los botes perleros, recuerdo el velamen temerario de las goletas corsarias donde me hice hombre. Al atardecer, cuando los cayucos están varados en la playa con las velas desplegadas, siento en mí un pavoroso estremecimiento ante la certeza de que el mar y la aventura ya hacen parte de mi pasado.
Apenas voy a cumplir treinta años, pero mi piel curtida por el salitre tiene la apariencia senil y áspera del barro seco y cuarteado con el que construí la choza que ahora habito en este paraje solitario. Éstas son costas de perlas y de indios bravos que, a pesar de tener flechas emponzoñadas, saben utilizar arcabuces y mosquetes. Altivos en su desnudez, tienen tratos con piratas de toda laya, especialmente con ingleses y holandeses. A piratas e indios nos hermana un visceral odio al español y la necesidad de intercambio de ciertos géneros y vituallas. Por ejemplo, recibimos perlas por armas y pólvora, y sal por licor de caña. No obstante, la alianza es precaria, pues es muy conocido el carácter tornadizo y desconfiado de estos hombres del desierto y el talante ventajoso y cruel de los piratas del Caribe.
Ahora, por culpa de un amor fatal me encuentro entre estos salvajes, pero soy respetado gracias, paradójicamente, al castigo que me conmutó muerte por extrañamiento. Soy reo condenado por traición a mi superior, el fiero Eduardo Teach, conocido en todo los mares como Barbanegra.
Aunque advenedizo en estas costas de perlas, ya parezco uno más de estos salvajes: del pantalón rojo, de la casaca negra y la camisa blanca de lino manchada de sangre y de pólvora, del cinturón guarnecido de fornituras brillantes y de las botas de tafilete retinto—prendas de filibustero en pleno ejercicio—solo queda un humilde taparrabo que apenas cubre mis partes pudendas. El viento impetuoso y la arena menuda y cortante que azota desde barlovento han hecho de mi desnudez un hábito más acorde con mi presente menesteroso. El calor aplasta en los mediodías y si no soplaran los alisios esta tierra sofocaría al mismo diablo.
Añoro el olor de las algas del mar de los zargazos y el suntuoso tono anaranjado de las puestas de sol en mi isla. Nací en La Tortuga, a mucho honor, paraíso de piratas. Apenas tuve conciencia del mar, supe que este era mi destino: su cimbreante azul verdoso ha sido mi perdición (ella tenía los ojos del mismo color del mar de mi isla, quizás por eso me enamoré).
Mi padre, un rencoroso y apátrida español caído en desgracia, me enseñó el castellano; pero con la misma diligencia me exprimió como un simple mozo de taberna. Y en este arriesgado oficio, en medio de pillos arrebatados por el ron y la cerveza, aprendí el inglés bárbaro de los piratas de Port Royal. En la posada de mi padre encallaban, después de arduas empresas de saqueo, toda clase de tunantes, facinerosos y pillos con sed de licor de caña y con hambre de viandas frescas cocinadas al carbón, estragados de galletas rancias y carne a la bucán. Ducados y doblones quedaban en las arcas de mi padre, pero el mayor tesoro para mí eran las historias de bellacos iluminados por la codicia y su ciego arrojo ante la muerte. Y esta sugestiva combinación me sedujo y me perdió para siempre. Apenas cumplí los 15 años, abandoné a mi padre e hice del Mar Caribe mi patria.
Entre arboladuras, gavias, jarcias, foques y vergas me hice hombre. Mi hogar fueron desde entonces las goletas, balandras, bergantines o cualquier nave ágil y sigilosa presta para la acechanza y el abordaje, en donde aprendí el oficio de pirata. Me hice diestro en el manejo del sable y el compás. Y a lo único que temía era a los señores del Caribe: los huracanes. Barbanegra me tenía aprecio por mi intuición marinera y mi fascinación por las estrellas. Me llamaba cariñosamente Perseo, cuando me sorprendía ensimismado mirando desde el castillo de proa el cielo estrellado.
Una noche vi una gran explosión en las profundidades del cielo y me estremecí turbado por un presentimiento aciago. Estábamos en las vísperas de saquear Portobelo y pensé que este asalto seria un fiasco. Pero no, mis temores eran infundados y desaparecieron luego de obtener un botín nada despreciable que incluía una hermosa joven de grandes ojos asustados que la hacían ver más bella. La mujer subió a bordo de El Andrómeda –barco insignia de Barbanegra-- como trofeo de guerra del capitán. Él, después de sopesar su belleza en oro, me asignó la tarea de vigilarla mientras negociaba su rescate con los padres de ella, a quienes tachaba de avaros, pues sospechaba que tenían un cofre de joyas escondidas que se había salvado del saqueo. Su intención no era la de devolverla intacta; creo firmemente que en verdad lo que pretendía era usufructuar su cuerpo hasta que lo hastiara para luego dejársela a la tripulación, como había hecho en otras ocasiones. Después la entregaría a sus padres diciéndoles que agradecieran su gesto magnánimo de devolverla viva.
En la tranquilidad del camarín del capitán, la miré con detenimiento y me percaté de que sus ojos tenían el mismo color del mar de mi isla. Cuando me miró sentí que todo el Mar Caribe me miraba. Y ello fue suficiente para enamorarme. Barbanegra había prohibido expresamente que algún hombre del barco la tocara antes que él, y esta orden también me incluía a mí. Pero la curiosidad pudo más que mi respeto a Barbanegra, y en un rapto de inocencia, que sólo se justifica en un enajenado por el amor, la besé en los párpados. Y la criatura aterrorizada ante esta acción se puso a chillar como una poseída por el demonio y llamó la atención de Barbanegra, que a la sazón estaba en el puente repartiendo el producto del saqueo. Hecho que, es menester decirlo, no le agradaba mucho. Cuando entró, su rostro congestionado por la rabia, quedó lívido al ver que yo me afanaba en calmar a la muchacha con besos amorosos que sólo producían en ella más terror. En el paroxismo de su ira gritó: ¡Traición, traición! Y sin mediar más palabra se abalanzó sobre mi, pegándome en la cabeza con la empuñadura de su sable.
Cuando recobré el conocimiento, estaba amarrado al palo mayor. La cabeza me dolía por el porrazo. El capitán, un poco más sereno, me miraba con evidente resentimiento.
--¡Lo único que mereces es colgar del palo mayor! Pero como soy magnánimo te voy a dar la gracia de vivir. Dijo.
Luego, al notar en mi mirada cierto alivio, dijo socarronamente:
--No creas, sin embargo, que no me vas a pagar tu deslealtad; puesto que tus labios han cometido la felonía, te condeno a andar por el mundo sin ellos.
Acto seguido desenvainó su cuchillo y de un tajo cortó el labio superior y luego, de otro, el inferior. Arrojó los dos pedazos de carne al mar, llamó al cirujano y amenazándolo, gritó:
--¡Cúralo, si muere pagarás con tu vida!
A la semana el vigía divisó el Cabo de la Vela y llamó al capitán. Barbanegra hizo echar una lancha al agua y sentenció:
--Esta costa será tu hogar desde ahora. No mereces al mar como patria.
Desde entonces vivo exiliado en tierra. Pero hoy, antes que los cayucos vuelvan de sus faenas de pesquería de perlas, me devuelvo al mar. Yo no nací para ser destazador de tortugas, ni para ser mayordomo de hacienda de perlas. No tengo el espíritu mezquino de los señores de las canoas. Prefiero morir en el vientre del mar, como lo hacen estos pobres esclavos, reventados por dentro, echando sangre por oídos y nariz.
Cuento RENATA-Guajira, 2006. Seleccionado para la Antología Nacional de cuentos: Cuadernos RENATA, 2007.